8 de agosto de 2018

De Laude Novae Militiae - Loa a la Nueva Milicia






     Bienvenidos iniciados, mostraré un texto escrito por Bernardo de Claraval alabando la recién creada Milicia de Dios: De laude novae militiae....






     Prólogo.
     << A Hugues, soldado de Cristo y maestre de la milicia, Bernard, sencillo abad de Clairvaux, salud y que pelee el buen combate.
     >> No es una, ni dos, sino tres veces, si no me equivoco, mi querido Hugues, que me ha rogado que le escriba a vos y a vuestros compañeros de armas algunas palabras de ánimo, y dirigir mi pluma, a falta de lanza, contra nuestro enemigo tiránico, asegurándome que yo le presentaría mucha ayuda si animara con mis palabras a los que no puedo ayudar con las armas en la mano.
    >> Si he tardado algún tiempo en acceder a sus deseos, no es que yo creyera que no se tenían que tomar en cuenta, sino que temía que se me pudiera reprochar el haber accedido a ellos de forma ligera y demasiado rápida, y de haberme atrevido, a pesar de mi inhabilidad,a emprender algo que alguien más capacitado que yo hubiera podido llevar a cabo mejor, y haber impedido tal vez así que todo el bien posible se hiciera. Pero viendo que mi larga espera no ha servido de nada, me he decidido por fin a hacer lo que he podido; el lector juzgará si lo he logrado, con el fin de probarle que mi resistencia no procedía de una mala voluntad por mi parte, sino del sentimiento de mi incapacidad. Pero a pesar de todo, como no es más que para agradarle que he hecho todo de lo que soy capaz, me importa muy poco que mi libro agrade sólo mediocremente o incluso de que parezca insuficiente a los que lo lean.


     CAPÍTULO I.
     Elogio a la Nueva Milicia.
     >> 1. Un nuevo género de milicia ha nacido, dicen, sobre la Tierra, en el país mismo que el Sol levante ha venido a visitar desde lo alto de los Cielos, de modo que allí mismo donde ha diseminado, con su brazo potente, a los príncipes de las tinieblas, la espada de esta milicia valiente exterminará pronto a sus satélites, quiero decir,a los hijos de la infidelidad. Redimirá de nuevo al pueblo de Dios y hará crecer de nuevo el cuerno de la salvación, en la casa de David su hijo. Sí, es una milicia de un nuevo tipo, desconocida en los siglos pasados, destinada a combatir sin tregua un doble combate [Pedro el Venerable se expresa más o menos así, en la carta XXVI del libro VI; dice en efecto: “Quién no se alegraría y se regocijaría muy vivamente al veros dirigiros no a un sencillo sino a un doble combate a la vez... Sois monjes por vuestras virtudes, y soldados por vuestros actos”] contra la carne y la sangre, y contra los espíritus de malicia desperdigados por los aires. No es muy raro ver a los hombres combatir a un enemigo corporal con las solas fuerzas del cuerpo, por lo que no me extraño; por otro lado, guerrear contra el vicio y el demonio con las únicas fuerzas del alma, no es tampoco algo tan extraordinario como loable, el mundo está lleno de monjes que libran esos combates; pero lo que, para mí, es tan admirable como evidentemente raro, es ver las dos cosas reunidas, un mimo hombre colgar con valor su doble espada a su costado y ceñir sus flancos con su doble tahalí a la vez. El soldado que viste al mismo tiempo su alma con la coraza de la fe y su cuerpo con una coraza de hierro no puede ser sino intrépido y estar en perfecta; pues, bajo su doble armadura, no teme ni al hombre ni al demonio. Lejos de temer a la muerte, la desea. ¿Qué puede temer, en efecto, que viva o muera, si Jesucristo sólo es su vida y, para él, la muerte es una victoria?. Su vida la vive con confianza y de buen corazón por Cristo, pero lo que preferiría sería desvincularse del cuerpo y estar con Cristo; eso es lo que le parece mejor. Marchad pues al combate, con plena seguridad, y cargar contra los enemigos de la cruz de Jesucristo con valor e intrepidez, puesto que bien sabéis que ni la muerte ni la vida podrían separaros del amor de Dios, que está basado en las bondades que toma de Jesucristo, y recordad esas palabras del Apóstol, en medio de los peligros: “Vivos o muertos, pertenecemos al Señor” (Rom. 14,8). ¡Qué gloria para que los que encuentran en él el martirio!. Alegraos, generosos atletas, si sobrevivís a vuestra victoria en el Señor, pero que vuestra alegría y vuestro regocijo sean dobles si la muerte os une a Él: sin duda, vuestra vida es útil y vuestra victoria gloriosa; pero con razón preferís una muerte santa; pues si es verdad que los que mueren en el Señor son bienaventurados, ¿cuánto más felices todavía son los que mueren por el Señor?.
     >>2. Es muy cierto que la muerte de los santos en su lecho o en un campo de batalla es preciosa a los ojos de Dios, pero la encuentro más preciosa en un campo de batalla puesto que es al mismo tiempo más gloriosa. ¡Qué seguridad es en la vida una conciencia pura!Sí, qué vida exenta de confusión es la de un hombre que espera la muerte sin miedo, que la pide como un bien, y la recibe con piedad. ¡Cuán santa y segura es vuestra milicia, y cuán exento del doble peligro al que están expuestos ésos que no combaten por Jesucristo!. En efecto, todas las veces que marcháis sobre el enemigo, vosotros que combatís en los rangos de la milicia secular, tenéis que temer matar vuestra alma con el mismo golpe que os sirve para dar muerte a vuestro adversario, o recibirla de su mano, en el cuerpo y ene la alma al mismo tiempo. No es por los resultados sino por os sentimientos del corazón que un cristiano aprecia el peligro que ha corrido en una guerra o la victoria que ha ganado, pues si la causa que defiende es buena, el desenlace de la guerra, cualquiera que sea, no podría ser malo, lo mismo que, a fin de cuentas, la victoria no podría ser buena cuando la causa de la guerra no lo es y la intención de los que la hacen no es recta. Si tenéis la intención de dar la muerte, y ocurre que la recibís vosotros, no sois menos homicidas, incluso muriendo; si, al contrario, escapáis a la muerte, después de matar a un enemigo que atacabais con el pensamiento de subyugarle o de sacar alguna venganza de él, sobrevivís sin duda, pero sois homicidas: ahora bien, no es bueno ser homicida, seamos vencedores o vencidos, muertos o vivos; es siempre una victoria triste ésa en la cual se triunfa sobre su semejante nada más que vencido por el pecado, y es en vano que se glorifique uno de la victoria que se ha ganado sobre el enemigo si uno se ha dejado vencer por la ira o el orgullo. Hay personas que no matan ni con un espíritu de venganza ni para darse el vano orgullo de la victoria, sino únicamente para escapar ellas mismas de la muerte: ¡pues bien! No puedo decir que esta victoria es buena, dado que la muerte del cuerpo es menos terrible que la del alma; en efecto, ésta no muere del mismo golpe que mata al cuerpo, sino que está golpeada a muerte en cuanto es culpable de pecado.

     CAPITULO II.
     De la Milicia Secular.
     >>1.¿Cuáles serán entonces el fruto y la salida, no digo de la milicia, sino de la milicia secular, si el que mata peca mortalmente y el que es matado perece eternamente? Pues, para servirme de las propias palabras del Apóstol: “El que labra la tierra debe labrar con la esperanza de sacar un provecho, y el que trilla el grano debe esperar tener su parte” (I Cor. 9,10). ¿Qué extraño error es ése en que vivís, soldados del siglo? ¿Qué furia frenética e intolerable os arrebata para que de tal modo guerreéis pasando grandes penalidades y gastando toda vuestra hacienda, sin más resultado que venir a parar en el pecado o en la muerte?.
Cargáis vuestros caballos con gualdrapas de seda, cubrís vuestras corazas con no sé cuántos trozos de tela que caen por todos los lados; pintáis vuestras hachas, vuestros escudos y vuestras sillas; prodigáis el oro, la plata y las pedrerías en vuestros morrales y vuestras espuelas, y voláis hacia la muerte, en ese aparato pomposo, con un impudente y vergonzoso furor. ¿Son ésas las insignias del estado militar, o son más bien ornamentos que convienen a mujeres? ¿Es que, por acaso, la espada del enemigo respeta el oro? ¿Perdona a las pedrerías? ¿No sabrá traspasar la seda? ¿Pero acaso no sabemos, por una experiencia de todos los días, que el soldado que va al combate sólo necesita tres cosas, ser vivo, adiestrado y hábil para los golpes, estar alerta para la persecución y rápido para golpear? Ahora bien, se os ve al contrario mantener, como mujeres, una masa de cabellos que os impiden la vista, envolveros en largas camisas que os bajan hasta los pies y ocultar vuestras manos delicadas y tiernas bajo mangas tan anchas como caídas. Añadid a todo eso algo que está bien hecho para espantar la conciencia del soldado, quiero decir, el motivo ligero o frívolo para el cual se tiene la imprudencia de alistarse en una milicia por lo demás tan llena de peligros; pues es bien cierto que vuestros desacuerdos y vuestras guerras no nacen más que de algunos arranques de cólera, de un vano amor a la gloria del deseo de alguna conquista terrestre. Así que, seguramente, por tales causas no es prudente matar, ni hacerse matar.

     CAPITULO III.
     De los Soldados de Cristo.
     >>1. Pero los Soldados de Cristo combaten con plena seguridad los combates de su Señor, pues no tienen que temer ofender a Dios matando a un enemigo y no corren ningún peligro, si se les mata a ellos, puesto que es por Jesucristo que dan o reciben el golpe de la muerte, y que, no sólo no ofenden a Dios, sino que se granjean una gran gloria: en efecto, si matan, es por el Señor, y si se les mata, el Señor es para ellos; pero si la muerte del enemigo le venga y le es agradable, le resulta todavía mucho más agradable darse a un soldado para consolarlo. Así el soldado de Cristo da la muerte en plena seguridad y la recibe con una seguridad mayor todavía. No lleva la espada en vano; es el ministro de Dios y la ha recibido para ejecutar sus venganzas, castigando a los que hacen acciones malvadas y recompensando a los que hacen buenas acciones. Entonces, cuando mata a un malhechor, no es homicida sino malicida, si me puedo expresar así; ejecuta literalmente las venganzas de Cristo sobre los que hacen el mal y adquiere el título de defensor de los cristianos. Si él mismo llega a sucumbir, no se pude decir que ha perecido, al contrario, se ha salvado. La muerte que da es en provecho de Jesucristo y la que recibe, en el suyo propio. El cristiano se glorifica de la muerte de un pagano, porque Cristo mismo se ha glorificado de ella, pero en la muerte de un cristiano la libertad del Rey del Cielo se muestra a descubierto, puesto que sólo saca a su soldado de entre la contienda para recompensarle. Cuando el primero sucumbe, el justo se alegra al ver la venganza que se ha sacado de ello; pero cuando él es el segundo que perece, todo el mundo exclama: ¿será recompensado el justo? Lo será sin duda, puesto que hay “un Dios que juzga a los hombres sobre la tierra” (Salmo 57,12). Sin embargo, no haría falta matar a los paganos aún si pudiéramos impedirles, por cualquier otro medio que la muerte, insultar a los fieles u oprimirles. Pero por el momento, es mejor matarles que dejarlos vivir para que ataquen a los justos, por miedo a que los justos, a su vez, se entreguen a la iniquidad.
     >>2. Pero, diremos, si le está absolutamente prohibido a un cristiano golpear con la espada, ¿de dónde viene que el heraldo del Salvador les dijera a los militares que se conformaran con su sueldo, y no les ordenara más bien que renunciaran a su profesión? (Luc. 3,14). Si, al contrario, eso está permitido, como lo está, en efecto, a todos los que han estado establecidos por Dios para esa meta, y no están alistados en un estado más perfecto, ¿a quién, os lo pregunto, lo estará más que a ésos cuyo brazo y valor nos conservan la ciudad fuerte de Sión, como una muralla protectora detrás de la cual el pueblo santo, guardián de la verdad, puede venir a guarecerse con toda seguridad, desde que se ha mantenido alejados a los violadores de la ley divina? Apartad, pues, sin temor a esas naciones que sólo respiran la guerra, despedazad a los que infunden el terror entre nosotros, masacrad lejos de los muros de la ciudad del Señor a todos esos hombres que practican la iniquidad y que arden en el deseo de apoderarse de los inestimables tesoros del pueblo cristiano que reposan entre los muros de Jerusalén, de profanar nuestros santos misterios y de adueñarse del santuario de Dios. Que la doble espada de los cristianos se descargue sobre la cabeza de nuestros enemigos, para destruir todo lo que se levanta en contra de la ciencia de Dios, es decir, en contra de la fe de los cristianos, con el fin de que los infieles no puedan decir un día: ¿dónde está su Dios?
     >>3. Cuando se les haya echado, [Dios] volverá a tomar posesión de su herencia y de su casa, de la cual Él mismo ha dicho, en su cólera: “El momento en que su morada esté desierta se acerca” (Mat. 23,38) y de la cual el Profeta ha dicho gimiendo: “He dejado mi propia casa, he abandonado mi herencia” (Jer. 12,7); y cumplirá esta otra palabra profética: “El Señor ha redimido a su pueblo y lo ha liberado; así se le verá, lleno de alegría, en la montaña de Sión, regocijarse de los bienes del Señor. Entrégate a la alegría, oh Jerusalén, y reconoce que han llegado los días de la visita de Dios”. Regocijaos vosotros también y alabad a Dios con ella, desiertos de Jerusalén, pues el Señor ha consolado a su pueblo, ha redimido a la Ciudad Santa y ha levantado su brazo santo frente a todas las naciones. Virgen de Israel, habías caído, y no se encontraba a nadie para tenderte una mano compasiva; levántate ahora, sacude el polvo de tus ropas, oh Virgen, oh hija cautiva, oh Sión, levántate, digo, e incluso álzate muy alto y mira a lo lejos los torrentes de alegría que Dios hace correr hacia ti. Ya no se te llamará la abandonada, y la tierra donde te levantas ya no será una tierra desolada, porque el Señor ha puesto en ti todas sus complacencias y tus campos volverán a poblarse. Pon tus ojos a tu alrededor y mira; todos esos hombres se han reunido para venir hacia ti; aquí está el auxilio que se te ha mandado desde arriba. Son los que van a cumplir esa antigua promesa: “Te estableceré en una gloria que durará siglos y tu alegría se perpetuará de generación en generación; mamarás la leche de las naciones y te criará en los pechos que han mamado los reyes” (Is. 60,15-16). Y esa otra también: “Como la madre acaricia a su niño, así yo os consolaré y encontrareis vuestra paz en Jerusalén” (Is. 66,13). ¿Veis cuántos numerosos testimonios recibió ya, en los tiempos antiguos, la Nueva Milicia y cómo ante nuestros ojos se cumplen oráculos sagrados de la ciudad del Señor de las virtudes? Ojalá el sentido literal no perjudique al espiritual, la manera de oír, en el tiempo, las palabras que los profetas, no nos mi,pida tener esperanza en la eternidad, las cosas visibles no nos hagan perder de vista las de la fe, la indigencia actual no atente a la abundancia de nuestras esperanzas y la certidumbre del presente no nos haga olvidar el provenir. Por otra parte, la gloria temporal de la ciudad de la tierra, en vez de perjudicar a los bienes celestes, no puede sino aumentarlos, si creemos firmemente que la ciudad de aquí abajo es una imagen fiel de la de los cielos, que es nuestra madre.

     CAPITULO IV.
     Vida de los Soldados de Cristo.
     >>1.Pero para el ejemplo, o más bien, para la confusión de nuestros soldados que sirven al diablo más que a Dios, digamos, en algunas palabras, las costumbres y la vida de los Caballeros de Cristo, hagamos conocer lo que son en tiempo de paz y en tiempo de guerra, y se verá claramente qué diferencia hay entre milicia de Dios y la milicia del mundo. Y primero, entre ellos, la disciplina y la obediencia están en honor; saben, según las palabras de la Santa Escritura, “que el hijo indisciplinado perecerá” (Ecl. 22,3), y que “es una especie de magia el no querer someterse, y una suerte de idolatría negarse a obedecer”. Van y vienen según el mando de su jefe, de él reciben su ropa y sea en los hábitos, sea en la comida, evitan toda superfluidad y se limitan a lo estrictamente necesario. Viven rigurosamente en común, en una agradable pero modesta y frugal sociedad, sin esposas y sin hijos; es más, según los consejos de la perfección evangélica, conviven bajo un mismo techo, no poseen nada en propiedad y no tienen otra preocupación que la de mantener entre ellos la unión y la paz. Así diríamos que todos no tienen más que un corazón y un alma, tanto se cuidan no sólo de no seguir en nada su propia voluntad, sino de someterse en todo a la de su jefe. Nunca se les ve ocioso o irse por ahí llamados por la curiosidad; pero cuando no van a la guerra, lo que es raro, como no quieren comer su pan sin hacer nada, dedican sus momentos de ocio a arreglar, remendar y reparar sus armas y sus ropas, que el tiempo y el uso han dañado o despedazado o desordenado; hacen lo que les manda su superior, y lo que pide el bien de la comunidad. No hacen, entre ellos, acepción de nadie, sin reparar en el rango y la nobleza, rinden honor nada más que al mérito. Llenos de deferencias unos hacia otros, se les ve llevar las cargas unos de otros, y cumplir así la ley de Cristo. Nos e oyen, entre ellos, ni palabra arrogante, ni estallidos de risa, ni el ruido más leve, menos todavía murmullos, y no se ve ninguna acción inútil; por lo demás, ninguna de esas faltas se quedaría sin castigo. Aborrecen los dados o el ajedrez; no se entregan ni al placer de la caza ni a la generalmente tan apreciada de la cetrería; detestan y huyen de los juglares, los magos y los farsantes, así como cuantas vanidades y objetos llenos de extravagancia y de engaño. Se cortan los cabellos, pues piensan como el Apóstol que es una vergüenza para un hombre acicalar su pelo. Descuidados en su persona y bañándose rara vez, se les ve con una barba enmarañada y erizada, y miembros cubiertos de polvo, ennegrecidos por el roce de la coraza y quemados por los rayos del sol.
     >>2.Pero cuando se avecina el combate, se arman de fe por dentro y de hierro. En vez de oro, por fuera, con el fin de inspirar al enemigo más temor que ávidas esperanzas. Lo que buscan en sus caballos es la fuerza y la rapidez, no la belleza de su pelaje o la riqueza de sus jaeces, pues no piensan más que en vencer, no en brillar, en pasmar al enemigo de terror, no de admiración. Ninguna turbulencia, ningún adiestramiento desconsiderado, nada de ese ardor que parece precipitación. Cuando se ponen en orden de batalla, es con toda la prudencia y la cautela posible que se dirigen al combate, tales como se representan a los antiguos. Son verdaderos israelitas que vana a librar batalla, pero llevando la paz en el fondo del alma. Apenas se da la señal de la batalla, olvidando de repente su mansedumbre natural, parecen gritar con el salmista: “Señor, ¿es que no he aborrecido a los que le aborrecían, y es que no me he requemado de dolor a la vista de vuestros enemigos?” (Salmo 138,21). Luego, se abalanzan sobre sus adversarios como sobre un rebaño de ovejas tímidas, sin preocuparse, a pesar de ser pocos, ni de la crueldad ni de la multitud infinita de sus bárbaros enemigos; pues ponen toda su confianza, no en sus propias fuerzas, sino en el brazo del Dios de los ejércitos a quien saben, como los macabeos, capaz de hacer caer muy fácilmente a una multitud de guerreros en manos de un puñado de hombres, y que no le cuesta más librar a los suyos de muchos como de pocos enemigos, dado que la victoria no depende del número y que la fuerza viene de arriba. Lo han experimentado a menudo, y muchas veces les ha sucedido ahuyentar al enemigo casi en la proporción de uno contra mil y de dos contra diez mil. Es tan singular como sorprendente ver cómo saben mostrarse, más mansos que corderos y más terribles que leones, hasta el punto de que no se sabe si hay que llamarles religiosos o soldados, o más bien que no encontremos otros nombres que les convengan mejor que esos dos, puesto que saben unir la mansedumbre de unos al valor de otros. ¿Cómo, viendo estas maravillas, no exclamar: ¡todo esto es obra de Dios!; es Él el que ha hecho lo que nuestros ojos no dejan de admirar?. He aquí los hombres valientes que el Señor ha elegido desde un confín del mundo a otro entre los más valerosos de Israel para hacer de ellos sus ministros y confiarles la guardia del lecho del verdadero Salomón, es decir la guardia del Santo Sepulcro, como a centinelas fieles y vigilantes, armados de la espada y hábiles en el manejos de las armas>>.

     Bibliografía:



Codex Templi. Templespaña.

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