5 de junio de 2024

Leyenda de la Monja y el Caballero

 

     LEYENDA DE LA MONJA Y EL CABALLERO.

 

     Corría el año 1266. Yo tenía veintinueve años de edad y servía en la encomienda de Mombuey (Zamora). Por aquellas fechas fui reclutado por el maestre don Lope Sánchez para intervenir en la recuperación del reino de Murcia. Por todas estas tierras anduvimos guerreando junto a las tropas del rey, hasta que en junio del mismo año logramos que los mudéjares murcianos quedaran vencidos y a la entera disposición de don Alfonso X.

                                          


     El rey don Alfonso, en pago de tan valiosos servicios, donó a la Orden del Temple, en la persona de don Lope Sánchez, esta bailía que hoy manda nuestro don Juan Yáñez. Don Lope Sánchez eligió, de entre todos los que habíamos luchado por la recuperación del reino, cuarenta caballeros con sus correspondientes escuderos para que fuesen los primeros en habitar las encomiendas de Caravaca, Cehegín y Bullas y se hiciesen cargo dela organización de las mismas y de su demarcación territorial. Con la promesa de que antes de un mes serían mandados más caballeros, más armigueros y más sirvientes… Entre esos cuarenta caballeros, que fueron elegidos personalmente por el maestre don Lope Sánchez, estaba yo… Pues bien, un día, lo recuerdo como si fuera ayer, se presentó en la encomienda un joven de unos veintitrés años llamado Gonzalo González acompañado de su padre, el marqués de Moratalla. El joven venía a ingresar como caballero, y el padre para recomendar a su hijo y testificar su nobleza.

    

     Don Gonzalo González era, yo creo, demasiado bello para ser hombre, pero no de formas afeminadas. Era alto, fuerte, rubio y tenía unos ojos tan azules como el cielo sobre el mar. Con las armas era diestro, bravo y valiente; y en todas las batallas demostró siempre tener más temple que las espadas de Toledo. Era, además, listo e inteligente; tan listo e inteligente era, que nunca hubo en la encomienda templario alguno que pudiera ganarle a las tres en raya.

     Un día, lo recuerdo aún más porque era el día en que se bendecía el vino de toda la comarca en la encomienda de Caravaca, don Gonzalo González y yo fuimos llamados por el maestre, quien nos encomendó un delicado servicio: proteger y escoltar a cuatro monjas jerónimas que tenían que desplazarse hasta la localidad de Jumilla, y regresar después. Las religiosas ocupaban por aquellos días una casita pequeña y vieja que ellas habían apañado con mucha paciencia y no menos imaginación para que les sirviera de convento en la calle de Las Monjas. La calle de Las Monjas es la que está junto al camino real, muy cerca de nuestra encomienda.

     El motivo por el que las monjas se desplazaban a Jumilla, autorizadas por el obispo, era porque tenían que hacerse cargo de unas propiedades que les habían sido notarialmente legadas por una piadosa dama, vieja y rica, que había fallecido un mes antes. Seis meses después de hacerse cargo de las propiedades que habían heredado, las hermanas dejaron el estrecho convento que hasta aquel momento habían estado habitando en Caravaca y se trasladaron al de Jumilla, sin demora ni remisión.

     De las cuatro monjas que teníamos que escoltar, tres eran de velo negro y una de velo blanco. Como es natural, las monjas de velo negro cubrían sus rostros bajo el  mismo, pero la de velo blanco no tenía por qué hacerlo porque no había hecho todavía la profesión solemne, aunque, según nos manifestaron sus compañeras durante el viaje, le faltaba muy poco para comprometerse.

    La monja de velo blanco tenía un rostro tan bello y tan espiritual como debió de tenerlo el ángel de la anunciación. Y su cuerpo, bajo el hábito negro, se adivinada voluptuoso, fresco y lleno de mil encantos sensuales… Las monjas que iban con ella no se daban cuenta, pero yo puedo decir que era un pecado sacar aquella joven a la calle. Porque los pensamientos de los más honestos se volvían desvergonzados a la sola visión de aquel cuerpo, y los ojos de los más castos se volvían indisciplinados, incontrolables y brillantes de lujuria cuando pasaba aquel templo… Don Gonzalo y yo quedamos, porque al fin y al cabo éramos hombres, prendados de aquella perfección de cara, de aquella lindura de cuerpo; y más tarde, cuando habló, de aquella dulzura de verbo. Ganas me dieron de preguntarle a la abadesa si aquella monja era de carne y hueso o un ángel caído del firmamento.

     Entre Don Gonzalo y doña María de Entenza, que así se llamaba la monja por ser hija de don Gombart de Entenza, rico y acaudalado caballero de origen catalán, que había administrado antes la demarcación territorial que hoy nosotros administramos, nació un amor incontenible y secreto… Un amor que fue habiéndose más fuerte y más deseado cuanto más crecían las dificultades de verse y más inalcanzable era por la condición de ambos.

     Don Gonzalo estaba nervioso y desesperado. No dormía, no comía y apenas hablaba con nadie. Un día vino a mi encuentro y, llevándome a un solitario rincón dela encomienda, me dijo:

-         Necesito vuestra ayuda, frey Santiago.

-         ¿Para qué? – le pregunté.

-         Quiero que esta noche me ayudéis a sacar del convento a doña María de Entenza.

   


  En aquellos tiempos yo era más monje que soldado, y su proposición me sonó a sacrilegio. Por eso, intentando quitarle de la cabeza aquel desatino que se proponía llevar a cabo siendo más guiado por la inconsciencia que por la razón, le dije:

-         ¡Estáis loco! ¿Acaso queréis incumplir el voto de castidad que voluntariamente aceptasteis ante Nuestro Señor Jesucristo?

Y él me contestó:

-         Llevo mucho tiempo meditándolo, frey Santiago. Me he dado cuenta, sobre todo a través de las Sagradas Escrituras, que la soltería y la castidad son buenas para aquellos que o están cerrados al amor o no necesitan de él. Cuando yo ingresé en la orden lo hice voluntariamente, y voluntariamente acepté y cumplí el voto de castidad. En aquel momento lo único que quería era amar a Dios, y si para amarlo mejor tenía que ser casto, lo sería. Sin embargo, cuanto más lo amaba, más vacío me sentía, porque lo amaba sin conocerlo, lo buscaba sin encontrarlo, lo llamaba sin obtener contestación y lo miraba sin verlo…. Ahora, después de haber conocido a María, el amor arde tan fuertemente dentro de mí, que lo amo conociéndolo, lo miro y ya sé quién es, contesta a todas mis dudas y, si lo busco, lo encuentro… Dios está en María, y me he dado cuenta de que la única manera de amar a Dios es a través de María a la que veo, porque Quien no ama al prójimo al que ve, no puede amar a Dios al que no ve. Ambos hemos descubierto el cariño, e intuimos que mientras no seamos una sola carne no seremos plenamente felices a Dios.

>>Nosotros hemos descubierto el amor en libertad, y en libertad queremos llevarlo a cabo. Sin embargo, parece ser que los impedimentos, los votos y las leyes de los hombres tienen más fuerza y más validez que la misma Palabra de Dios.

>>María, al no haber hecho todavía su profesión solemne, puede dejar el convento cuando quiera, pero su padre se lo impide aduciendo que él hizo en nombre de ella promesa de desposarla con Dios. Así que, ante la cerrazón tanto por el padre de María como por mis superiores templarios de darnos a ella la autorización paterna y a mí la dispensa de los votos emitidos para unir nuestras vidas y vivir bajo la bendición de Dios plenamente nuestro amor, hemos decidido, voluntariamente, tomar lo que por boca de Dios nos pertenece y escaparnos esta noche…

-         ¿Y me pedís ayuda a mí? ¿Creéis que os la voy a prestar? Podéis condenaros si queréis, pero no me pidáis a mí que me condene con vos – le increpé duramente.

-         Si os pido ayuda, frey Santiago, es porque solo en vos confío. Y porque sois el único caballero que puede comprender lo que yo siento, y guardar, en caso de que vuestra conciencia os impida ayudarme, el secreto de nuestra conversación – razonó don Gonzalo cariñosamente.

 

     No le ayudé, pero tampoco denuncié sus intenciones. Don Gonzalo González debía de conocerme muy bien cuando me buscó para pedirme ayuda; ¡o quizá no!. Porque si yo hubiese sido el amigo que él creía que yo era, no cabe duda que le hubiera ayudado. He tenido muchos momentos en mi vida para arrepentirme de aquello…, pero esa ya es otra historia.


     Al día siguiente, la noticia de que  un monje templario había raptado a una religiosa iba de boca en boca. El maestre, al mando de dos escuadras, salió personalmente a la búsqueda del perjuro templario que había incumplido sus votos y ensuciado el buen prestigio de la orden, pero no encontró rastro de él ni de su amada.

     Los hechos acaecidos se iban extendiendo cada vez más y más lejos, y la bola se iba haciendo cada día un poco mayor. Tanto fue así, que habiendo llegado la noticia, naturalmente desvirtuada y a veces hasta incluso ridiculizada, a oídos del obispo, no tuvo más remedio que tomar cartas en aquel desagradable asunto.

     A los seis días del suceso, el obispo se presentó en la encomienda escoltado por dos escuadras de las tropas del rey destacadas en Murcia.


     Las tropas del rey, en estrecha colaboración con las milicias de la Orden del Temple, reanudaron la búsqueda de don Gonzalo y de doña María, pero otra vez todo fue inútil. Parecía que la tierra se los había tragado.

     El obispo, buen conocedor dela avaricia humana, ordenó escribir un bando y pregonarlo por todo el reino. En el bando se ofrecía cien maravedíes a aquel o aquellos que dieran noticias que llevaran a la detención de don Gonzalo González y de doña María de Entenza.

     A la mañana siguiente, muy temprano, un hombre se presentó en la encomienda y denunció que don Gonzalo y doña María se encontraban viviendo en una casa que él mismo les había vendido junto a las Fuentes de la Alquería de Qarabaka, que así era como se llamaba entonces el bello paraje que hoy se conoce como las Fuentes del Marqués.

     El obispo iba al frente de las tropas que ipso facto salimos de la encomienda y nos dirigimos hacia las inmediaciones de “las Fuentes”. El maestre llevaba dos escuadras, al mando de una de ellas iba yo; el capitán que había venido de Murcia escoltando al obispo llevaba otras dos escuadras. En total éramos veinte hombres: un maestre, dos caballeros y seis armigueros; un capitán, dos tenientes y seis soldados del rey; el obispo y el denunciante.

     Don Gonzalo, al ver su casa rodeada, salió de ella armado con su espada templaría y se puso ante la puerta de entrada.

-         El que en mi casa quiera entrar por la fuerza, lo tendrá que hacer por encima de mi cadáver –advirtió gritado.

-         Daos preso en nombre del rey y no nos obliguéis a mataros – gritó el capitán que mandaba las tropas del rey.

-         Daos presos en nombre de la Iglesia. Yo soy el obispo y os lo exijo en nombre de ella – gritó el obispo.

-         Daos presos en nombre de la Orden del Temple, a la cual pertenecéis, y tendréis un juicio justo – gritó el maestre.

-         ¿De qué delito se nos acusa? – preguntó don Gonzalo.

-         De perjurio y de traición a la Iglesia – gritó el obispo.

-         Nosotros no hemos hecho nada malo – gritó don Gonzalo. Y después, levantando la espada, digo amenazante-: No nos entregaremos a nadie, y prevengo a aquel que quiera hacernos presos, que me defenderé con la espada hasta morir o vencer, porque nosotros creemos que si algún mal hemos hecho a la Iglesia de Dios, es Dios quien tiene que juzgarnos y no el hombre…

     Al oír esto, el obispo se puso de mil colores. Y, enfurecido y disgustado, gritó levantando el crucifijo que llevaba colgado al cuello:

     -¡Anatema..! ¡Anatema.! Desde este momento y por la autoridad que me ha sido conferida por la Santa Madre Iglesia, ambos quedáis excomulgados. Ahora ya no sois católicos mi pertenecéis a la Iglesia… ¡Capitán! – Manifestó, dejando nuevamente el crucifijo sobre su pecho-. Os ordeno que los hagáis presos, si no es por voluntad propia, que sea por la fuerza…Después, las autoridades eclesiásticas se harán cargo de ellos, porque ahora ya no son solamente perjuros, sino que se han convertido en herejes… El demonio está dentro de ellos…

     Las tropas del rey se lanzaron contra don Gonzalo como perros a una presa. No di la orden a mi escuadra de atacar, y, para mi sorpresa, el maestre tampoco lo hizo. Así, fueron solamente los hombres del rey lo que intentaron reducir vivo a don Gonzalo. Pero don Gonzalo era una presa difícil de apresar, y se batió tan bravamente que hirió de gravedad a tres soldados y a un teniente.

     El capitán que mandaba a los soldados del rey, viendo que don Gonzalo era un hombre muy peligroso, se dirigió al maestre y le dijo lleno de ira:

-         Os ordeno en nombre del rey que mandéis a vuestros hombres en ayuda de mis tropas.

     A lo que el maestre contestó:

-         Los soldados del Temple no han luchado nunca nueve contra uno. Eso sería vergonzoso para nosotros… Si vuestros soldados no pueden con ese caballero, que se retiren y yo mandaré uno solo de los míos para apresarlo.

     El capitán cambió seis o siete veces de color, y ya con los ojos casi fuera de las cuencas, gritó:

-         ¡A muerte..! ¡A muerte!


      Y don Gonzalo cayó herido de muerte solo a unos pasos de la puerta de su casa.

     Doña María salió y, al ver muerto a su querido Gonzalo, cogió la espada que este todavía tenía entre sus ensangrentadas manos, punta redondeada y fría a la altura de su corazón y apretó con todas sus fuerzas. El afilado acero se introdujo en el cuerpo de la dama y su blanco pecho se tiñó de sangre. Doña María cayó inerte junto a su amado Gonzalo…

     El obispo dio orden de que fuera allí mismo enterrados, aduciendo para ello que, al haber sido excomulgados, no podían reposar en camposanto.

     Desde aquel día, y aunque no ha sido nunca su nombre oficial, el pueblo llano, el pueblo que trabaja por salarios mínimos y sufre las injusticias y el desprecio de los poderosos, dio en llamar a esta fuente la Fuente de los Excomulgados.



      A los dos meses de haber sucedido esto comenzó a brotar un álamo blanco en el mismo sitio donde habían sido muertos y enterrados los amantes. El pueblo vio una señal divina en aquel árbol… Decían que el álamo blanco representaba el hábito blanco del caballero y el velo blanco de la doncella, y que a medianoche, cuando las doce campanadas eran dadas en el campanario de la encomienda, se podían ver entre las hojas del álamo al caballero templario vestido con su hábito blanco y a la monja tocada con su blanco velo abrazados y felices entre las ramas del árbol.

 

     Bibliografía:

   



  Leyenda representada en el libro La verdadera historia de la Orden del Templo de Jerusalén de Antonio Galera Gracia.

     Tomada y compuesta por el autor de la tradición oral.

 

 

 

 

 

    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

    

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