LEYENDA DE LA MONJA Y EL CABALLERO.
Corría el
año 1266. Yo tenía veintinueve años de edad y servía en la encomienda de
Mombuey (Zamora). Por aquellas fechas fui reclutado por el maestre don Lope
Sánchez para intervenir en la recuperación del reino de Murcia. Por todas estas
tierras anduvimos guerreando junto a las tropas del rey, hasta que en junio del
mismo año logramos que los mudéjares murcianos quedaran vencidos y a la entera
disposición de don Alfonso X.
El rey don
Alfonso, en pago de tan valiosos servicios, donó a la Orden del Temple, en la
persona de don Lope Sánchez, esta bailía que hoy manda nuestro don Juan Yáñez.
Don Lope Sánchez eligió, de entre todos los que habíamos luchado por la
recuperación del reino, cuarenta caballeros con sus correspondientes escuderos
para que fuesen los primeros en habitar las encomiendas de Caravaca, Cehegín y
Bullas y se hiciesen cargo dela organización de las mismas y de su demarcación
territorial. Con la promesa de que antes de un mes serían mandados más
caballeros, más armigueros y más sirvientes… Entre esos cuarenta caballeros,
que fueron elegidos personalmente por el maestre don Lope Sánchez, estaba yo…
Pues bien, un día, lo recuerdo como si fuera ayer, se presentó en la encomienda
un joven de unos veintitrés años llamado Gonzalo González acompañado de su
padre, el marqués de Moratalla. El joven venía a ingresar como caballero, y el
padre para recomendar a su hijo y testificar su nobleza.
Don Gonzalo
González era, yo creo, demasiado bello para ser hombre, pero no de formas
afeminadas. Era alto, fuerte, rubio y tenía unos ojos tan azules como el cielo
sobre el mar. Con las armas era diestro, bravo y valiente; y en todas las
batallas demostró siempre tener más temple que las espadas de Toledo. Era,
además, listo e inteligente; tan listo e inteligente era, que nunca hubo en la
encomienda templario alguno que pudiera ganarle a las tres en raya.
Un día, lo
recuerdo aún más porque era el día en que se bendecía el vino de toda la
comarca en la encomienda de Caravaca, don Gonzalo González y yo fuimos llamados
por el maestre, quien nos encomendó un delicado servicio: proteger y escoltar a
cuatro monjas jerónimas que tenían que desplazarse hasta la localidad de
Jumilla, y regresar después. Las religiosas ocupaban por aquellos días una
casita pequeña y vieja que ellas habían apañado con mucha paciencia y no menos
imaginación para que les sirviera de convento en la calle de Las Monjas. La
calle de Las Monjas es la que está junto al camino real, muy cerca de nuestra
encomienda.
El motivo
por el que las monjas se desplazaban a Jumilla, autorizadas por el obispo, era
porque tenían que hacerse cargo de unas propiedades que les habían sido
notarialmente legadas por una piadosa dama, vieja y rica, que había fallecido
un mes antes. Seis meses después de hacerse cargo de las propiedades que habían
heredado, las hermanas dejaron el estrecho convento que hasta aquel momento
habían estado habitando en Caravaca y se trasladaron al de Jumilla, sin demora ni
remisión.
La monja de
velo blanco tenía un rostro tan bello y tan espiritual como debió de tenerlo el
ángel de la anunciación. Y su cuerpo, bajo el hábito negro, se adivinada
voluptuoso, fresco y lleno de mil encantos sensuales… Las monjas que iban con
ella no se daban cuenta, pero yo puedo decir que era un pecado sacar aquella
joven a la calle. Porque los pensamientos de los más honestos se volvían
desvergonzados a la sola visión de aquel cuerpo, y los ojos de los más castos
se volvían indisciplinados, incontrolables y brillantes de lujuria cuando
pasaba aquel templo… Don Gonzalo y yo quedamos, porque al fin y al cabo éramos
hombres, prendados de aquella perfección de cara, de aquella lindura de cuerpo;
y más tarde, cuando habló, de aquella dulzura de verbo. Ganas me dieron de
preguntarle a la abadesa si aquella monja era de carne y hueso o un ángel caído
del firmamento.
Entre Don
Gonzalo y doña María de Entenza, que así se llamaba la monja por ser hija de
don Gombart de Entenza, rico y acaudalado caballero de origen catalán, que
había administrado antes la demarcación territorial que hoy nosotros
administramos, nació un amor incontenible y secreto… Un amor que fue habiéndose
más fuerte y más deseado cuanto más crecían las dificultades de verse y más
inalcanzable era por la condición de ambos.
Don Gonzalo
estaba nervioso y desesperado. No dormía, no comía y apenas hablaba con nadie.
Un día vino a mi encuentro y, llevándome a un solitario rincón dela encomienda,
me dijo:
-
Necesito vuestra ayuda, frey Santiago.
-
¿Para qué? – le pregunté.
-
Quiero que esta noche me ayudéis a sacar
del convento a doña María de Entenza.
En aquellos tiempos yo era más monje que soldado, y su proposición me sonó a sacrilegio. Por eso, intentando quitarle de la cabeza aquel desatino que se proponía llevar a cabo siendo más guiado por la inconsciencia que por la razón, le dije:
-
¡Estáis loco! ¿Acaso queréis incumplir el
voto de castidad que voluntariamente aceptasteis ante Nuestro Señor Jesucristo?
Y él me contestó:
-
Llevo mucho tiempo meditándolo, frey
Santiago. Me he dado cuenta, sobre todo a través de las Sagradas Escrituras,
que la soltería y la castidad son buenas para aquellos que o están cerrados al
amor o no necesitan de él. Cuando yo ingresé en la orden lo hice
voluntariamente, y voluntariamente acepté y cumplí el voto de castidad. En
aquel momento lo único que quería era amar a Dios, y si para amarlo mejor tenía
que ser casto, lo sería. Sin embargo, cuanto más lo amaba, más vacío me sentía,
porque lo amaba sin conocerlo, lo buscaba sin encontrarlo, lo llamaba sin
obtener contestación y lo miraba sin verlo…. Ahora, después de haber conocido a
María, el amor arde tan fuertemente dentro de mí, que lo amo conociéndolo, lo
miro y ya sé quién es, contesta a todas mis dudas y, si lo busco, lo encuentro…
Dios está en María, y me he dado cuenta de que la única manera de amar a Dios
es a través de María a la que veo, porque Quien
no ama al prójimo al que ve, no puede amar a Dios al que no ve. Ambos hemos
descubierto el cariño, e intuimos que mientras no seamos una sola carne no
seremos plenamente felices a Dios.
>>Nosotros
hemos descubierto el amor en libertad, y en libertad queremos llevarlo a cabo.
Sin embargo, parece ser que los impedimentos, los votos y las leyes de los
hombres tienen más fuerza y más validez que la misma Palabra de Dios.
>>María,
al no haber hecho todavía su profesión solemne, puede dejar el convento cuando
quiera, pero su padre se lo impide aduciendo que él hizo en nombre de ella
promesa de desposarla con Dios. Así que, ante la cerrazón tanto por el padre de
María como por mis superiores templarios de darnos a ella la autorización paterna
y a mí la dispensa de los votos emitidos para unir nuestras vidas y vivir bajo
la bendición de Dios plenamente nuestro amor, hemos decidido, voluntariamente,
tomar lo que por boca de Dios nos pertenece y escaparnos esta noche…
-
¿Y me pedís ayuda a mí? ¿Creéis que os la
voy a prestar? Podéis condenaros si queréis, pero no me pidáis a mí que me
condene con vos – le increpé duramente.
-
Si os pido ayuda, frey Santiago, es porque
solo en vos confío. Y porque sois el único caballero que puede comprender lo que
yo siento, y guardar, en caso de que vuestra conciencia os impida ayudarme, el
secreto de nuestra conversación – razonó don Gonzalo cariñosamente.
No le ayudé, pero tampoco denuncié sus intenciones. Don Gonzalo González debía de conocerme muy bien cuando me buscó para pedirme ayuda; ¡o quizá no!. Porque si yo hubiese sido el amigo que él creía que yo era, no cabe duda que le hubiera ayudado. He tenido muchos momentos en mi vida para arrepentirme de aquello…, pero esa ya es otra historia.
Los hechos
acaecidos se iban extendiendo cada vez más y más lejos, y la bola se iba
haciendo cada día un poco mayor. Tanto fue así, que habiendo llegado la
noticia, naturalmente desvirtuada y a veces hasta incluso ridiculizada, a oídos
del obispo, no tuvo más remedio que tomar cartas en aquel desagradable asunto.
A los seis días del suceso, el obispo se presentó en la encomienda escoltado por dos escuadras de las tropas del rey destacadas en Murcia.
Las tropas del rey, en estrecha colaboración con las milicias de la Orden del Temple, reanudaron la búsqueda de don Gonzalo y de doña María, pero otra vez todo fue inútil. Parecía que la tierra se los había tragado.
El obispo,
buen conocedor dela avaricia humana, ordenó escribir un bando y pregonarlo por
todo el reino. En el bando se ofrecía cien maravedíes a aquel o aquellos que
dieran noticias que llevaran a la detención de don Gonzalo González y de doña
María de Entenza.
A la mañana
siguiente, muy temprano, un hombre se presentó en la encomienda y denunció que
don Gonzalo y doña María se encontraban viviendo en una casa que él mismo les
había vendido junto a las Fuentes de la Alquería de Qarabaka, que así era como
se llamaba entonces el bello paraje que hoy se conoce como las Fuentes del
Marqués.
El obispo
iba al frente de las tropas que ipso facto salimos de la encomienda y nos
dirigimos hacia las inmediaciones de “las Fuentes”. El maestre llevaba dos
escuadras, al mando de una de ellas iba yo; el capitán que había venido de
Murcia escoltando al obispo llevaba otras dos escuadras. En total éramos veinte
hombres: un maestre, dos caballeros y seis armigueros; un capitán, dos
tenientes y seis soldados del rey; el obispo y el denunciante.
Don
Gonzalo, al ver su casa rodeada, salió de ella armado con su espada templaría y
se puso ante la puerta de entrada.
-
El que en mi casa quiera entrar por la
fuerza, lo tendrá que hacer por encima de mi cadáver –advirtió gritado.
-
Daos preso en nombre del rey y no nos
obliguéis a mataros – gritó el capitán que mandaba las tropas del rey.
-
Daos presos en nombre de la Iglesia. Yo
soy el obispo y os lo exijo en nombre de ella – gritó el obispo.
-
Daos presos en nombre de la Orden del
Temple, a la cual pertenecéis, y tendréis un juicio justo – gritó el maestre.
-
¿De qué delito se nos acusa? – preguntó
don Gonzalo.
-
De perjurio y de traición a la Iglesia –
gritó el obispo.
-
Nosotros no hemos hecho nada malo – gritó
don Gonzalo. Y después, levantando la espada, digo amenazante-: No nos
entregaremos a nadie, y prevengo a aquel que quiera hacernos presos, que me
defenderé con la espada hasta morir o vencer, porque nosotros creemos que si
algún mal hemos hecho a la Iglesia de Dios, es Dios quien tiene que juzgarnos y
no el hombre…
Al oír
esto, el obispo se puso de mil colores. Y, enfurecido y disgustado, gritó
levantando el crucifijo que llevaba colgado al cuello:
-¡Anatema..! ¡Anatema.! Desde este momento y por la autoridad que me ha
sido conferida por la Santa Madre Iglesia, ambos quedáis excomulgados. Ahora ya
no sois católicos mi pertenecéis a la Iglesia… ¡Capitán! – Manifestó, dejando
nuevamente el crucifijo sobre su pecho-. Os ordeno que los hagáis presos, si no
es por voluntad propia, que sea por la fuerza…Después, las autoridades
eclesiásticas se harán cargo de ellos, porque ahora ya no son solamente
perjuros, sino que se han convertido en herejes… El demonio está dentro de
ellos…
Las tropas
del rey se lanzaron contra don Gonzalo como perros a una presa. No di la orden
a mi escuadra de atacar, y, para mi sorpresa, el maestre tampoco lo hizo. Así,
fueron solamente los hombres del rey lo que intentaron reducir vivo a don
Gonzalo. Pero don Gonzalo era una presa difícil de apresar, y se batió tan
bravamente que hirió de gravedad a tres soldados y a un teniente.
El capitán
que mandaba a los soldados del rey, viendo que don Gonzalo era un hombre muy peligroso,
se dirigió al maestre y le dijo lleno de ira:
-
Os ordeno en nombre del rey que mandéis a
vuestros hombres en ayuda de mis tropas.
A lo que el
maestre contestó:
-
Los soldados del Temple no han luchado
nunca nueve contra uno. Eso sería vergonzoso para nosotros… Si vuestros
soldados no pueden con ese caballero, que se retiren y yo mandaré uno solo de
los míos para apresarlo.
El capitán
cambió seis o siete veces de color, y ya con los ojos casi fuera de las
cuencas, gritó:
- ¡A muerte..! ¡A muerte!
Doña María
salió y, al ver muerto a su querido Gonzalo, cogió la espada que este todavía
tenía entre sus ensangrentadas manos, punta redondeada y fría a la altura de su
corazón y apretó con todas sus fuerzas. El afilado acero se introdujo en el
cuerpo de la dama y su blanco pecho se tiñó de sangre. Doña María cayó inerte
junto a su amado Gonzalo…
El obispo
dio orden de que fuera allí mismo enterrados, aduciendo para ello que, al haber
sido excomulgados, no podían reposar en camposanto.
Desde aquel
día, y aunque no ha sido nunca su nombre oficial, el pueblo llano, el pueblo
que trabaja por salarios mínimos y sufre las injusticias y el desprecio de los
poderosos, dio en llamar a esta fuente la Fuente de los Excomulgados.
Bibliografía:
Leyenda
representada en el libro La verdadera historia de la Orden del Templo de Jerusalén
de Antonio Galera Gracia.
Tomada y
compuesta por el autor de la tradición oral.
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